miércoles, noviembre 14, 2012

El circo del silencio (parte dos)


Patroncito_ ¿Me compra unas sopaipillitas? Están fresquitas, a cien pesitos nomás. ¡Me sorprendí al constatar que la mujer era una vendedora ambulante! Y tan bien vestida que andaba.
_ No gracias, comí hace poco_ atiné a responder volteando la vista a la pista, ignorándola. La mujer entonces bofeteó mi rostro en forma salvaje, casi arrancándome la cabeza.
_ ¿Qué no sabe que tiene que permanecer callado cabrito? Los únicos que hablamos somos los del circo, ¡Nosotros! ¿Entendió?
¡Vieja de mierda! ¿Cómo se había atrevido a golpearme? Ordinaria. Típico de la gente bruta sin educación que recurre a los golpes ante la falta de modales. No podía tolerar que una vieja cualquiera me agrediera siendo que ni mi madre lo había hecho. Quise irme inmediatamente y denunciar el hecho al dueño del circo, a las autoridades, al Papa, a la policía, al presidente, ¡A quien fuera! ¡No lo podía aguantar! Me levanté de mi butaca para marcharme, indignadísimo como nunca antes en mi vida, eso sí; exigiendo mi dinero de vuelta. ¡Mejor me lo gastaba en el casino! Sin embargo, el inicio del primer número me detuvo. La vieja ya andaba por otras filas vendiendo sus confites abyectos. Me senté un poco más calmado, dispuesto a hacer valer mi
entrada. En primer lugar, unos hombres grotescos sobre monocicletas recorrían la pista haciendo sonar fanfarrias alegres con las trompetas que portaban, otros arrojaban papeles de colores que al contacto de las luces cambiaban de color, ¡eso me gustaba! Me parecía estar viendo el cuadro “Carnaval en la playa”  deJames Ensor. Todo se veía tan alegre, tan colorido, tan mágico; era una pena que no se pudiera reír ni aplaudir. Así estuvieron los hombres extraños haciendo sonar sus instrumentos y arrojando papelitos  por unos minutos. La gente presente no mostraba atisbo alguno de sonrisa ni de placer por lo observado, al contrario, agachaban la cabeza y se sumían en una inexpresividad que para mi resultaba inexplicable, ¡inexplicable! ¿Cómo podían sufrir ante algo tan alegre? ¿Cómo? No entendía nada. Los hombres extraños, luego de tocar sus trompetas y arrojar papelitos hasta el cansancio se retiraron  para dar paso al verdadero primer número. El animador apareció en la pista por segunda vez, con su voz grave y de ultratumba.
_  ¡Con ustedes dejo al Malabarista del mundo mejor! En los continentes cinco un éxito ha sido! Su agradecimiento muestren con su llanto y silencio mejor!
¿Por qué tenía que salir en primer lugar el malabarista? Ahora sí que me iba a aburrir. No hay cosa más aburrida en el mundo que un individuo agitando en el aire un par de pelotas. Valparaíso por ejemplo tiene uno en cada esquina de sus calles y todos hacen lo mismo, mas encima  llaman  “arte”  a  eso.  “Habrá  que  soportarlo”  me  dije  de  mala  gana.   Mientras  me resignaba en mi butaca  se asomó por entre el telón púrpura una figura extrañísima, un tipo que jamás hubiera visto en otra parte. Su cabeza era cuadrada, con un par de ojos de estúpido y boca recta sobre su mentón anguloso. Llevaba un gorro de duende de color verde que dejaba asomar parte  de  su  cabello  revuelto  y  de  color  negro.  ¡Sus  piernas  estaban  fusionadas  sobre  una monocicleta! ¡Que horror! y se desplazaba hábilmente sobre ella, como si lo hubiera hecho durante toda la vida. ¿Qué clase de esperpento era ese? No se observaba bien su tronco, porque la
luz del foco reflector estaba enfocando sus piernas en ese momento, pero al llegar al centro de la pista el foco iluminó su fisonomía completa dejando ver el resto de su cuerpo... ¡Poseía cuatro brazos!  ¡Santa  madre!  ¡ese  tipo  era  un  monstruo!  Cuatro  brazos  gruesos  y  pálidos  como diamantes  portaban en cada una de sus manos malabares para sus trucos; que a la distancia no se podían distinguir bien pues eran muy pequeños. Su mirada era estúpida pero melancólica, llena de una mezcla de tristeza y resignación. Lo acompañaba una asistente todo lo contrario a él, era hermosa, vestida con ropas de tienda exclusiva, como Lineatré, y portaba una caja de color negro,de seguro con el resto de los implementos para el acto del malabarista grotesco. Estaba atónito, perplejo. ¿En que clase de espectáculo me había metido? Por Dios, ese hombre parecía sacado de una obra de ficción, un monstruo verdadero ¡Y el resto del público no se asombraba! No se impresionaba, no lucía gestos de sobresalto. ¡Para todos era algo normal! En serio comencé a asustarme, pero una especie de morbo o fetichismo me hacía no despegar mi mirada de la pista ni del horrible malabarista. Comenzó a hacer su acto. El número en verdad era salvaje. Al contacto de la luz observaba con nitidez los objetos que usaba el malabarista, que eran monedas de todos los tamaños y valores, que la asistente arrojaba sin cesar al aire mientras los brazos del malabarista rotaban a una velocidad sorprendente sin dejar caer una sola pieza ¡Ni una sola! ¡Y moviendo los brazos a miles de revoluciones por minuto! Quise buscar la explicación racional e ingenieril al asunto, y me entregué a esa tarea mientras seguía observando el virtuosismo del malabarista. Estaba claro, no era un hombre si no un robot hecho para eso. Esa idea me tranquilizó pero poco me duró, porque dichas monedas comenzaron a incendiarse por sí mismas, lo que les daba el aspecto de cientos de luciérnagas revoloteando alrededor del enigmático personaje ¡Que acto de ilusionismo más increíble!  Sí que todo estaba despejado para mí, era un malabarista y además un ilusionista ¡Claro! Todo lo que se observaba, los cuatro brazos, las monedas incandescentes, las piernas adheridas sobre la monocicleta, todo era parte de un número de ilusionismo. Pero era increíble, de verdad lo mejor que había visto en mi vida. Lo estaba pasando la raja. Ni en Europa ni en los Estados Unidos se exhibía algo así. El acto concluyó en una transformación de las monedas en moscas negras y asquerosas que se abalanzaron sobre nosotros, el público. ¡Que asco! Yo agitaba mis manos con desesperación sobre el aire tratando de alejarlas, el zumbido de tantas moscas juntas resultaba ensordecedor ¡Odiaba las moscas! Estas se acercaban más y más a mí por más que intentara apartarlas. ¡Estuve a punto de vomitar! ¡Repugnante momento! Cerré mis ojos. Al abrirlos las moscas ya no estaban, tan sólo se veía al malabarista con sus brazos caídos y sus palmas extendidas vacías en medio de la pista, mirándonos con una profunda tristeza. Varia gente a mi alrededor dejó escapar un silencio sepulcral y luego un sollozo amargo y doloroso. No podía comprender ese sollozo, yo lo había pasado salvaje, increíblemente macanudo a pesar de la  asquerosidad de las  moscas. ¡Nunca había  visto un número  de ilusionismo  tan
monumental como ese! Entonces ¿Por qué debíamos llorar? ¿Por qué debíamos callar? Tuve que contenerme para no reírme y deshacerme en aplausos. En verdad el circo era distinto. Mirando con más atención la escenografía del circo después del número del malabarista todo invitaba al desahogo, a la angustia, y también al sosiego. No se oía absolutamente nada, ni un murmullo siquiera, todos permanecían inmunes ante lo fantástico del espectáculo, excepto yo. Disfrutaban llorando de la función, porque así se tenía que disfrutar de ese circo, pero comentarios, alguna risa o algún gesto de aprobación brillaban por su ausencia. Cada uno permanecía inmerso dentro de su inexplicable congoja, sin levantar la cabeza. Sin hablar. Para ese momento asomó a la pista una niña, una niña de unos refulgentes ojos azules, mejillas sonrosadas, boca recta e inexpresiva y cabello oculto bajo un paño de color blanco de bordes celestes.  Usaba un vestido vaporoso con corsé de color blanco y que tenía los mismos pliegues celestes en el escote y en los puños que el paño de su cabeza. Andaba descalza, pero impecablemente limpia y portaba entre sus manos un pájaro muerto. Su mirada era seria, inocente y teñida levemente de pena. Desde las alturas bajaron para ella unos patines refulgentes de cristal, los  que  inmediatamente  se  calzó  para  realizar  su  número  correspondiente.  Sobre  la  niña sobrevolaba una enorme sombra negra, que al pasar bajo la luz del foco reflector dejó ver la figura de un cuervo, ¡El más enorme visto por ojos humanos! Recordé un pasaje de las mil y una noches, en donde se nombraba al pájaro “Rocho” como un ave capaz de arrojar un elefante por los aires, ¡Pues ese era un Rocho! Temí que se lanzara en picada sobre el público con intención
 de devorar a alguien, y más que de la niña estaba pendiente del cuervo, sumido en un temor paralizante. El cuervo por su parte sólo se limitaba a volar en círculos sobre la niña, que tarareaba alegremente una canción infantil mientras patinaba por la pista, realizando las más graciosas e inocentes coreografías. Aquellos patines eran espléndidos, dejaban una estela cósmica tras los movimientos de la niña, como la cabellera de un cometa. El cuervo desapareció unos instantes de la pista, lo que aprovechó la niña para danzar y juguetear vaporosamente con sus patines; saltaba y taconeaba los patines en el aire que sonaban como agua de vertiente cordillerana. Las manos siempre estaban sobre su pecho, y debajo de ellas estaba el pájaro muerto. me encantaba su forma de patinar, como si los patines fueran parte de su cuerpo gracioso. El cuervo regresó pasados unos  minutos,  pero  portando  inmensas  rocas  entre  sus  garras,  me  imaginé  enseguida  sus intenciones. Sentí miedo por la niña y sobretodo miedo por mí. No quería que una de esas rocas
me impactara de lleno. ¿Qué tal si algo salía mal durante el show? ¿Qué tal si la roca caía sobre mí? ¡No podía exponerse a gente decente como yo a semejantes peligros!   En una primera andada el cuervo arrojó su cargamento sin dar en el blanco, para mi sorpresa la gigantesca roca reventó en la pista en forma de pepitas de oro, plata y joyas preciosas, las que eran tratadas de agarrar por unos ratones vestidos con ternos adiestrados para ello, pero nunca alcanzaban a capturar algo porque las joyas se desvanecían pasados unos segundos. Lo de los ratones me tenía a punto de vomitar carcajadas, ¡se veían muy ridículos saltando y chillando tratando de agarrar algo! Iban y volvían ante cada impacto, pero siempre terminaban con las manos vacías. Era como ver el mito de Sísifo, pero en versión de ratones, lo seguían intentando a
pesar de que la roca siempre volvía a caer. ¡Que risa!  Pasado un rato comencé a aburrirme, no lograba entender el sentido de ese número. El cuervo trató una y otra vez, pero la niña ni sudaba para esquivar los proyectiles malintencionados y los ratones no agarraban una pepita dorada siquiera. El número se estaba volviendo monótono y comencé a bostezar al ver que nada sucedía, la niña parecía tener todo bajo control. Era obvio; siendo artista desde pequeña tenía la habilidad como para ejecutar su número sin peligro alguno
para ella, no tenía de que preocuparme. Fue entonces cuando la iluminación del circo se vio oscurecida con la llegada de otros cuervos, portando rocas entre sus garras. La cantidad de proyectiles que debía esquivar la niña era mayor. Volví a temer por ella ¡La niña evitaba cada impacto con una precisión envidiable! Al haber menos luz y más rocas que explotaban en forma de oro, plata, dinero, joyas preciosas y diamantes contra la pista, se observaba un efecto óptico hermosísimo. Daba la impresión de ser millares de cúmulos lejanos formando nuevas estrellas en el universo o bien supernovas poderosas explotando en los confines del cosmos, para el deleite y placer de los seres humanos. Me emocioné ante la belleza de los impactos, me adentré en mis...

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