jueves, mayo 16, 2013

LICOR ANIMAL, PARTE CINCO



La mochila estaba ahí, encima de la mesa del comedor de Lucho, haciéndonos burlas acerca de su contenido. Lo que no sabía era si acaso era la mochila de Lucho o la mía, pues las dos eran iguales. Sin muchas ganas, y aun decepcionado me acerqué a abrirla. Era la mía.
_ ¿Eres idiota Jerónimo o qué?_ me increpó Verónica con una ira que jamás había visto en ella_ entre tantas joyas, pinturas, oro ¿ Y a ti se te ocurre traer un montón de botellas de champagne? ¡O no! Si ya veo, ¡¡Me casé con un burro! ¡ Y mas encima tú ni bebes!
_ Si bebo, pero no mucho_ respondí sin saber lo que decía en verdad.
_ O sea compare, tomando en cuenta todo el riesgo, pa’ mi con unas botellas de copete no me alcanza. Le creo si viniéramos de una viña, pero va a tener que darme alguna otra cosita pues.
_ Te doy siete de las botellas más cincuenta mil pesos. No tengo nada más.
_ Ya, si igual me las voy a tomar, o vender, pero en vez de cincuenta ¿Pueden ser sesenta lucas? Usted sabe compare, la bencina, el riesgo...
_ Ya Jerónimo, no te caguís con las lucas. ¡Mas encima de burro, cagao!
_ ¡Esta bien! Ya. ¿Estamos? Mañana por la mañana anda a la casa y te las doy, Lucho.
_ Ahí estaré compare, no me hago dramas.
Nunca me había sentido tan solo en mi vida. Mi mujer me trataba como gusano, y además mi vecino exigía con creces su parte. Bueno, yo le prometí algo grande también. Algo grande...¡Todo había resultado mal! Tenía siete botellas que ni idea tenía a cuanto ascendía su valor real y más encima era imposible probar su data , pues no estaban etiquetadas. ¡Si debí cargar la mochila con la vajilla! Verónica tenía razón, era un burro, un estúpido, el rey de los huevones. Mis expectativas se habían ido al carajo, mis sueños a la basura. Y de recompensa tenía siete botellas de licor a las que no podría sacarle más valor que el de un licor artesanal, el típico licor de campo. ¿Por qué todo me resultaba mal?
Me dirigí con Verónica a casa, desmadejado. Cargaba en mi mochila las siete botellas de licor con las que me quedé, cuatro rojas y tres moradas. En un momento de rabia energúmena quise triturarlas contra el pavimento, pero me arrepentí. Esa noche fue una de las amargas que recuerde de mi vida; “La noche triste” la bauticé recordando el episodio de la conquista española en México, cuando en el año mil quinientos veinte las tropas de Hernán Cortés intentaban abandonar Tenochtitlán siendo diezmadas por los Aztecas sublevados contra la cruel represión desencadenada por Pedro de Alvarado. Así mismo me sentía yo, diezmado de mis sueños, de mi credibilidad. Verónica no me dio las buenas noches y durmió lo mas alejada posible de mí en nuestra cama de dos plazas. “Me casé con un perdedor” de seguro pensaba. Me costó dormirme, aún daba vueltas en mi cabeza el fallido saqueo. ¡Si tan sólo hubiera alcanzado a subir la mochila de Lucho! Otro gallo hubiera cantado. Mi mente seguía en batalla contra ella misma y ni cuenta me di que ya me había dormido. Así llegó el día siguiente.
Verónica se levantó temprano, como siempre. No me despertó ni nada, dormí hasta tipo diez de la mañana. Me levanté a hacerme un café y unas tostadas con margarina. La plata escaseaba y no había nada más que echarle al pan. Prendí el televisor, estaban dando la noticia del “intento de robo” a la excavación del tesoro hallado en el subsuelo porteño. “La oportuna intervención de carabineros evitó que los delincuentes se llevaran un invaluable botín" decían los periodistas. ¡Mentira! Si nosotros huimos asustados como gatos de campo ante la presencia del furgón policial, ¡Ellos ni siquiera nos vieron! Por suerte no se percataron de que sí habíamos entrado a la excavación y que si algo sustrajimos. Era obvio, los de bienes nacionales nunca abrieron la puerta de la bodega en donde estaban las botellas, nunca se acercaron a ese sitio. Ni sabían que existía. Por lo tanto no sabían que entre todo el patrimonio habían licores centenarios, ¡Estábamos a salvo!(Al menos eso creía). Solamente esperaba que no continuaran con las pesquisas y dieran con el paradero de Lucho. Eso sería nuestro fin. Tampoco pude evitar reírme acerca de que hubiera sucedido si se hubieran dado cuenta del robo de las botellas. De seguro algún diario hubiese puesto en primera plana y con letras rojas: “ Inédito robo de licor entre lingotes de oro. Definitivamente el alcoholismo chileno no tiene límites”. Pensar eso me subió el ánimo, lo admito.
Ya no quería seguir viendo la noticia y cambié de canal. Me tomé mi café pensando en que haría ahora, si seguir buscando trabajo, tratar de intentar que me incluyeran en la excavación. No sabía que hacer en verdad. La luz del sol era quemante a esa hora de la mañana. Era otro día de verano; odiaba el verano. Me senté en el sofá y me dejé caer embriagado por la modorra. Cerré mis ojos por unos segundos; pensé en el robo, en la noticia del mismo, en Verónica, en las botellas. Una especie de apremio me recorrió de punta a punta. Al abrirlos me di cuenta que ya era de noche ¡Imposible! ¡Me había dormido todo el día! Eso rayaba en lo inverosímil, porque Verónica no estaba en casa y de seguro me hubiera despertado hace rato con algún grito de pajarraco. Además desde la ventana de la pieza de visitas entraban resplandecientes los rayos del sol. Entonces ¿Por qué el comedor estaba oscuro? ¿Habría algo ahí afuera que estuviera tapando la luz? Suspiré algo nervioso y tragué saliva. Lentamente volteé mi cabeza hacia la ventana del living... ¡Me horroricé ante lo que vi! La figura de un buey gigantesco miraba fijamente al interior de mi casa, y mugía y mugía como tratando de llamar a alguien. El resoplo de sus narices empañaban el vidrio de la ventana y su mugido era cada vez mas fuerte. Me oculté tras un sofá, temí que en cualquier momento rompiera la ventana y entrara al interior de la casa. Me cubrí la cabeza con mis brazos y me acurruqué en el suelo apretando los puños y los ojos. No quería ver cuando el animal entrara, no quería oír sus mugidos. Percibía como la muerte me rondaba. Un hilo de agua helada corría por mi espalda, tenía muchísimo miedo, ¡Muchísimo! Al cabo de un momento los mugidos bajaron en intensidad y la luz del sol entró a borbotones otra vez dándome a entender que el buey gigantesco ya se había marchado. Se había ido tan de repente como había llegado.
¡Menudo susto! ¿Cómo era posible que dejaran libre por la calle a un animal tan enorme como ese? de seguro todos los vecinos lo habían visto. Quizás era propiedad de alguno de los campesinos que a veces vienen al puerto a vender verduras; no sé. La cosa es que por poco me da un paro cardíaco ahí mismo detrás del sofá. Para pasar el terror del momento quise abrir una de las botellas y partí a buscar una. Traje una de las bermejas. Era una botella como cualquier otra, sólo que el color del vidrio era escarlata. La di vueltas, miré el corcho, la base. En la base precisamente asomaba un detalle, tenía grabado el número veinte en romano. Supuse que era el número de la cosecha o algo así. Fui a la cocina por el sacacorchos y la destapé. Percibí su aroma. Era dulce, pero de un dulce tan delicado que me es imposible describir. Luego del rack del living saqué una copa y me serví un poco del licor. Su color también era rojo. Me recordó el tono del famoso trago “pajarito”, tan conocido en los bares de más mala muerte del puerto. Miré la copa contemplativo un instante. Con los más de doscientos años de añejado de seguro debía saber estupendo. Sin mas contemplaciones lo bebí...dejé que se esparciera por toda mi boca... ¡Era un manjar! ¡Ambrosía! ¡Una exquisitez! Era el licor más fino, más delicado, más sutil, más mágico que jamás se hubiese elaborado. Se compenetraba a la perfección con las papilas gustativas de mi lengua. Cada una de sus moléculas no decepcionaban en placer ni en satisfacción. Era un licor divino, majestuoso, erótico. Si había algo en la tierra que fuera capaz de elevar al hombre hasta el cielo de seguro era ese licor. Me serví otra copa, y luego otra. Y comencé a desaparecer...Con cada sorbo olvidaba de a poco mi mala suerte y mi condición de perdedor. Se me olvidó Verónica, se me olvidó mi carrera fallida de arqueología, se me olvidó mi casa, se me olvidó en donde estaba, se me olvidó como era la luz del sol, se me olvidó el color del cielo, la pureza de las aguas, la calidez del viento de verano. Se me olvidó el olor de los melones maduros y lo refrescante de las sandías. Se me olvidó el sabor de las comidas y el placer de los jugos de frutas naturales. Se me olvidó la calidad de un buen vino y de un buen trago de champagne. Se me olvidó en que consiste el placer, de que trata el dolor; probablemente nunca lo supe en verdad. Se me olvidó la diferencia entre una estrella y un gusano, se me olvidó la diferencia entre un tallo tierno de trigo y un fierro frío y corroído. Se me olvidó el reír, el llorar, el pensar y el ignorar. Se me olvidó leer, se me olvidó la música. Se me olvidó porque debía andar vestido. Se me olvidó el significado de cada palabra. Se me olvidó quien era yo, que era lo que quería y que fue lo que quise. Se me olvidó mi espíritu, se me extravió la personalidad. Me convertí en un rompecabezas de millares de piezas distintas y ocultas. Vagué en universos interiores infinitos sin encontrar el camino de regreso, porque olvidé como regresar. Se me olvidó el olvido. Todo lo olvidé. Todo...


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