domingo, abril 28, 2013

Licor animal, parte dos

LICOR ANIMAL, PARTE DOS

El capataz permanecía impávido en la superficie ocupado en la tarea de revisar planos. Levantó la vista al obrero dejando a un lado lo que estaba haciendo y fue a atender al obrero alarmado.
_ ¿Qué pasa hombre?_ le respondió restando importancia al asunto_ ¿Por qué tanto escándalo?
_ Es que encontramos algo.
_ ¿Qué cosa encontraron?
_ No se jefe, tenedores y platos, y un montón de huesos.
_ ¿Cómo es eso de los huesos?_ contestó el capataz preocupándose_ explíqueme mejor que para eso tiene lengua.
_ Lo que pasa jefe es que con los cabros estábamos picando ahí abajo y de pronto al mover unas piedras y tierra salieron cucharas, platos, peazos de madera y huesos. Cuando movimos más piedras quedamos encima de un piso de madera. ¿No será una casa antigua, jefe?
Me excité de sobremanera al oír la conversación. Quería saber lo que ocurría, lo que pasaba. El instinto me decía que había dado con algo grande y por algo pasan las cosas. El destino me había conducido hasta allí esa mañana y no iba a dejar pasar la oportunidad de cubrirme de gloria, ¡No señor!
_ Ya_ le dijo el capataz al obrero_ voy a llamar a los pacos y a la municipalidad para que vengan a ver. Por mientras tenemos que parar. Si hay huesos de por medio no hay que tocar nada más.
Me asusté. Si venían los carabineros y la municipalidad, o los de bienes nacionales mi sueño de hallar mi primer tesoro se esfumaría como el canto de una cigarra en otoño. Debía de pensar algo rápido, algo muy rápido para evitar mi desgracia. Pero no se me ocurría nada, ¡Absolutamente nada! Comenzaba a desesperarme... por Dios ¿Qué hacer? ¿Qué decir? ese tesoro era mío; ¡Mío! Y a nadie más debía corresponderle ese honor.
_ Alto ahí_ dije con autoridad_ que nadie toque nada, pertenezco a la dirección de bienes nacionales.
_ ¿Usted?_ me respondió el capataz_ si yo pensé que era uno de los tantos mirones que anda por aquí no más.
_ Por lo mismo me quedé a observar_ y reafirmé mi argumento_ pasaba por aquí con dirección a la intendencia y observé la alarma que traía su trabajador desde el fondo de la excavación.
_ Ah si po’. Si igual es cosa impresionante pillarse un cadáver, jefe_ añadió el obrero aún impresionado.
Saqué de mi billetera mi carné antiguo de cuando trabajaba en el norte ayudando en el desentierro de utensilios de la cultura diaguita. Con eso pretendía acreditarme como arqueólogo. En verdad el carné sólo decía “ayudante en práctica”, el que ya estaba medio desteñido con el tiempo. Se lo mostré al capataz lo más rápido que pude y este se convenció de su veracidad, para mi alivio.
_ ¿Puedo echar un vistazo ahora?
_ Claro, adelante. Ningún problema.
Me pasaron un casco, una linterna y unos zapatos de seguridad para bajar. Sentí que el corazón iba salir disparado de mi pecho, rápido como un halcón. Era mi primera excavación, mi propia excavación. Ya no sería el segundón de nadie. ¡Todos me reconocerían como un gran arqueólogo!
Bajé. Pisé con cuidado la endeble madera sobre la que me hallaba parado. Estaba humedecida y deteriorada por los años bajo las sombras, pero se notaba su gran calidad. Me agaché y di unos golpecitos suaves. Por el eco me di cuenta lo grande y espacioso que debería ser debajo de mis pies. El corazón me latió más rápido un momento y tragué saliva. Ordené que movieran uno de los listones de madera del piso a los trabajadores que aún se hallaban abajo en la excavación conmigo.
_ ¿No será mejor esperar a la policía?_ me gritó desde arriba el capataz.
_ Yo soy de bienes nacionales. Debemos cerciorarnos de la magnitud del hallazgo antes de llamar a alguien. Quizás sea una falsa alarma.
Los obreros hicieron lo que les pedí. Dejaron un espacio suficiente como para que ingresara un hombre delgado y de mediana estatura, como yo. Pregunté si había un arnés, una cuerda o algo por el estilo para poder colarme al interior de la estructura.
_ Aquí le armamos al tiro uno, jefe_ respondió uno de los obreros.
En cinco minutos mi arnés improvisado estaba listo. Me deslicé con mucho cuidado. Una mezcla de sangre fría y de emoción burbujeante combatían dentro de mí. Mis nervios se diluían en rígido temor y todos mis músculos se tensaban, como queriendo paralizarme. Pero a medida que continuaba descendiendo me iba calmando, tranquilizando. Al tocar el suelo ignoto con mis pies ya era dueño de mí completamente de nuevo.
_ ¿Está bien allá abajo, jefe?_ me gritaba preguntando una voz proveniente de la luz que se veía arriba de mi cabeza.
_ ¡Si, todo bien! Ahora voy a avanzar.
Encendí la linterna. En primer lugar los huesos que habían encontrado los obreros correspondían a ser de un rumiante, posiblemente una vaca. Lo más probable es que haya sido arrastrada hasta ahí por un aluvión, así que no había de que preocuparse por osamentas humanas. Cada paso que daba representaba la gloria, el fin de mis frustraciones. Cada paso que daba significaba mi realización personal, mi fin último. Seguí recorriendo la galería. Con la linterna alumbraba hacia todos lados y cada cosa que iluminaba era una maravilla. Se trataba de un barco, un barco de lujo proveniente de Europa al parecer. Se notaba que sus ocupantes eran inmensamente ricos, aristócratas burgueses. Si bien estaba todo corroído y cubierto por una capa densa de moho, polvo y hongos quedaba de manifiesto ante mis ojos el valor incalculable de lo que observaba. Cubiertos de plata, vajillas de porcelana, pinturas magníficas, estanterías de fino cristal, maderas talladas, finas terminaciones, cortinas de seda, almohadones de plumas, armarios de madera fina y un montón de otras cosas espléndidas quedaban desnudas por la luz de mi linterna a medida que recorría el comedor, las habitaciones y todas las dependencias del barco. Mi alma no daba más de excitación, estaba en un estado sublime, en la cúspide de mi humanidad. Todo mi cuerpo confabulaba al logro de mi objetivo, mis ojos eran más diáfanos, mis oídos más agudos, mi olfato más sensible, mi gusto más preciso y mi tacto podía percibir hasta las ínfimas corrientes de aire que aparecían como mariposas dentro del buque oscuro y vetusto . Algo dentro de mí martilleó azuzándome a subir para contarle al mundo entero acerca de los prodigios que había visto.
_ ¡Es mágico! ¡Increíble! ¡Increíble!_ salí gritando a la superficie dando saltos como una ranita de Darwin_ hay que llamar las autoridades, o a quien sea para estudiar este grandioso hallazgo.
Las piezas vistas por mí eran de cuantioso valor. Además de tener la gloria de ser el descubridor me correspondía el veinte por ciento del valor tasado del tesoro, por la misma razón anterior.
Llamé a los de bienes nacionales. En todo momento interactué con ellos comportándome como un gran arqueólogo. Hablé con ellos en lenguaje técnico y daba concisos detalles sobre lo que había visto en las tinieblas. Les indiqué en que parte estaba exactamente se hallaba todo y por donde debían desplazarse una vez abajo. Finalmente yo mismo me ofrecí para guiarlos en medio de la oscuridad. Aceptaron.
Entramos. Al primer contacto de los rayos de luz de las linternas sobre los objetos estos refulgieron como las joyas que eran. Vi la cara de idiotas de los que me acompañaban, estupefactos ante lo que tenían por delante. Si parecía que hubieran entrado a la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones. Seguimos caminando hasta el fin de la galería, luego pasamos a otra y a otra, haciendo el mismo trayecto que había hecho yo unas horas antes. Finalmente llegamos a una especie de bodega, donde no estuve la primera vez porque no quise avanzar más y regresé. La bodega estaba sellada con un inmenso candado sacado de algún castillo medieval. Los de bienes nacionales ni se percataron de todo eso, estaban demasiado extasiados con las riquezas que tenían a la vista. Ni se acercaron a mirar.
_ ¡Esto es lo más sorprendente que he visto en mi vida! _ exclamó uno de los de bienes nacionales_ no necesitamos más pruebas que estas para determinar su enorme valor.
Me quedé mirándolo con toda la aprobación del mundo en mis ojos.
_ ¡Salgamos a la superficie! Traeremos una orden del gobierno para comenzar los estudios correspondientes y retirar el tesoro como propiedad del estado.
_ Yo puedo ayudar con eso_ añadí_ fui yo quien descubrió el tesoro. Vivo aquí en Valparaíso y conozco todo lo que existe bajo la plaza Victoria.
El tipo me miró como si fuera un ratón de acequia.
_ ¿Usted? No amigo, muchas gracias por su valioso aporte. Pero ahora es tarea del estado el estudio y la tasa de este importantísimo valor patrimonial.
_ ¿Pero como? Si yo fui quien lo descubrió. Me corresponde una parte de este hallazgo. O por lo menos participar de las investigaciones.
El hombre dio un profundo suspiro de molestia.
_ Haber_ me dijo aclarando su voz_ las reliquias fueron halladas en un lugar público ¿Entiende?, PÚBLICO. Si hubiera sido dentro de su casa le doy toda la razón de ejercer algún tipo de derecho. Vuelvo a repetirle: muchas gracias por todo, pero ahora esto queda en manos del estado.
_ ¡No entiendo! ¿Se están burlando verdad?
_ Así es la ley amigo. Muchas gracias de nuevo, pero ahora todos deben salir de aquí.
_ ¡No pienso irme! ¡No señor! ¡Exijo mis derechos!
_ Muchas gracias, pero ahora tenga la bondad de retirarse.
Me enfurecí. Tomé mi casco y lo arrojé con todas mis fuerzas contra las vajillas de uno de los estantes de pura rabia. Se rompieron dos platos. Me arrepentí en el acto.
_ ¿Cómo se le ocurre? ¡Lárguese o llamo a carabineros? Un hallazgo tan importante y usted rompiéndolo. ¿Quién le cree la mentira de que quiere ayudar? ¡Vaya a destrozar los platos de su casa con su señora mejor!
Ahí entendí que había sido derrotado hasta mis cimientos, y por mí mismo mas encima. Subí. Nunca había sentido tanta ira y tanta humillación como esa vez. Me trataron como a un inútil, como a un perro. ¡Si yo hallé el tesoro! ¡Yo y nadie más! Era mío, ¡Mío! Era el famoso pago de Chile: te usan, tocas el cielo y cuando ya no sirves ¡zas! Te tiran a la basura y si te he visto no me acuerdo. Malagradecidos, si ese tesoro cambiaba la historia del país yo habría sido el artífice anónimo, el que permitió el hallazgo. Bueno, lo mismo le pasó a Colón; vino un tal Vespucio y le colocó su nombre al nuevo continente descubierto quitándole injustamente la gloria en un hecho vil y oportunista por donde se le mire. Así es la humanidad, así somos. Pero yo no pensaba quedarme así. ¿Cómo poder ejercer el legítimo derecho que me correspondía? Los dientes se me apretaban de enojo y de tanto pensar. De seguro algo debía elucubrar para obtener lo que era mío, pero ¿De que forma? ¿Cómo lograrlo? Una cosa sí era segura. ¡Nadie me quitaría mis quince minutos de fama!
Caminé hasta la avenida Brasil y ahí con Bellavista tomé locomoción para Playa Ancha. Ni el mar azuloso y brillante que observaba por la avenida Altamirano desde la ventana al avanzar lograba arrancarme el coraje. Me bajé un poco más arriba de la Universidad de Playa Ancha, más conocida como Upla, y avancé por la avenida del mismo nombre. Pasé cerca de la botillería que está por ahí, al lado de una estación de bencina, y pensé en comprar una botella de vodka y emborracharme hasta no recordar nada de lo ocurrido. El entusiasmo por el vodka me duró lo que le dura un cadáver a una bandada de buitres. Seguí andando. Doblé a la derecha por avenida Alcalde Berrios hasta llegar a calle Río Frío, en esa esquina se encuentra la cárcel de menores. Subí por dicha calle hasta calle Lautaro Navarro y doblé a la derecha. Mi casa se hallaba en la calle Galvarino, justo en una bajada que daba a una quebrada, casi al frente de la calle por la que venía. No me podía quejar, tenía una vista increíble al océano y también a los sectores más populares de Playa ancha. A a lo lejos se veían las canchas de tierra y la ropa flameando al viento desde las casas enclavadas mágicamente al borde de los precipicios. Bajando por la misma calle se encontraba la casa de un tipo que se dedicaba al negocio de las mudanzas. El camión siempre lo dejaba al final del camino, al borde de la quebrada. Miré el camión fijamente a medida que caminaba. Nunca antes había prestado tanta atención al vehículo. Me pareció ver una especie de aura a su alrededor. Cerré y abrí los ojos varias veces como queriendo convencerme de que todo era una ilusión pero el aura estaba allí, dorada, rutilante, mágica. Parecía llamarme, como si fuera un transporte al cielo... ¡Y así era! En ese momento vi claramente lo que significaba el aura, el brillo, esa especie de llamado. Me reí para mis adentros de pura felicidad. Apuré el paso a pesar de la bajada recta y empinada. Antes de entrar a mi casa pasé a saludar a mi vecino transportista.


Tocando Musica ,

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