miércoles, mayo 01, 2013

LICOR ANIMAL, PARTE TRES

A las dos de la madrugada emprendimos rumbo a la plaza Victoria con mi vecino del camión. Había sido fácil convencerlo del saqueo, le ofrecí la mitad de las ganancias ¡Qué más! Definitivamente la dignidad del hombre no tiene límites, tiene precio. También iba mi mujer, quería ver con sus propios ojos todo lo que le referí acerca de las riquezas vistas por mí en el subsuelo porteño. Tomamos todas las precauciones posibles para no despertar las sospechas de nadie cuando cometiéramos el robo. El camión no llevaba patente y más encima el container del camión era cerrado, así nadie podía observar lo que había dentro. Al interior del container llevábamos arneses, cuerdas, lonas y cuanta cosa para proteger la delicadeza del erario. No íbamos a exceso de velocidad, todo en nosotros era tranquilidad. Si hasta pasó por nuestro lado una patrulla de carabineros sin que éstos nos detuvieran. Transpiramos helado, no teníamos salvoconducto como para acreditar una mudanza nocturna y además no llevábamos patente. Eso era motivo suficiente como para habernos detenido. Pero bueno, el destino estaba de nuestra parte esa noche y había que aprovechar la buena fortuna. ¡Nos merecíamos una noche de gloria!
Llegamos. Lucho estacionó el camión a una cuadra de la plaza para no llamar la atención. Con Verónica cargamos todo el equipo hasta la excavación. Ella nos esperaría arriba para alertarnos ante cualquier peligro y con Lucho acarrearíamos todo en oleadas sucesivas hasta la superficie. Una vez acumulado todo el tesoro en la entrada de la excavación Lucho iría por el camión y solamente tendríamos que cargar las riquezas dentro de él como ardillas para luego salir huyendo como los ratones a Playa Ancha.
No contábamos con el nochero; por suerte lo vimos antes que él a nosotros y no hubo más alternativa que ponerlo a dormir. Verónica lo distrajo con las herramientas que suelen usar las mujeres para conseguir lo que desean ¿Me entienden, verdad? Cuando el tipo colocó la cara de idiota que indicaba su nula percepción de lo que acontecía a su alrededor, me aproximé como un tigre al acecho y lo mandé a los brazos de Morfeo de un fierrazo. Hubiera preferido golpearlo con algo menos contundente, pero había que asegurarse, claro está.
_ Espero no lo hayas matado Jerónimo_ me dijo Verónica preocupada.
_ Si está respirando. Duerme como un oso_ respondí tranquilizándola.
_ ¡Ya pues, cabros! Menos cháchara y echemos la mercancía pa’ arriba_ nos apuró Lucho.
_ ¡Ya! Tienes razón. ¿Dónde están las cosas?
Estaban en un costado. Cada uno portaba una linterna y una mochila de campamento para llenarlas hasta rebalsar con el patrimonio bajo nuestros pies. Rápidamente armamos los arneses para bajar con las mochilas y las linternas en nuestras manos. Verónica vigilaba, simulando ser lo más posible el nochero, incluso le robó el uniforme y se lo colocó sin más. Mientras tanto, con Lucho ya estábamos abajo. La nula presencia de luz me desorientó un poco, ni siquiera con la luz de la linterna lograba centrar mi sentido de orientación. Por suerte logré ubicarme. A la derecha se observaban la vajilla de porcelana y los cubiertos de plata de las estanterías de cristal del comedor. Luchó decidió colmar su mochila con esos utensilios y yo en cambio opté por andar un poco más de forma de hallar otras cosas que pudieran interesarme más. Caminé. Una extraña sensación de confusión me poseyó y por un buen rato no supe por donde andaba. Era como si un imán misterioso me estuviera atrayendo a una parte en especial. No entendía por que me dirigía hacia lugares que no pensaba hacerlo, no podía controlar mis pies. Me llamó muchísimo la atención la cantidad de esqueletos de animales a mi alrededor, esqueletos que no había observado antes, de perros, de gatos, de vacas, ¡hasta de ornitorrincos! Me asusté. Quise regresar, pero no sabía por donde caminaba. ¡Me había perdido! Trate de ubicarme, pero sólo me confundía más. No quería quedarme allí para siempre. Quise gritar llamando a Lucho, pero me arrepentí para no llamar la atención. Corrí como si fuera un león enjaulado, sin tener conciencia verdadera de por donde vagaba. Así seguí dando vueltas como perro que se persigue la cola y de pronto una cortina de luz violenta y enceguecedora me golpeó con todas sus fuerzas, tumbándome en el acto. Sacudí mi cabeza como toro luego de cornear a alguien y me percaté de que mis lentes estaban destrozados y un hilo de sangre emanaba tibio de mi nariz. Ahí comprendí que me había estrellado con algo.
Tomé la interna e iluminé hacia el frente. Era la puerta de la bodega que había visto en la mañana, el único lugar donde no había entrado. Ahí seguía intacta, con ese candado gigantesco que más que desalentarme me incitaba a entrar. ¿Qué cosa tan valiosa podrían guardar con un cerrojo de esa magnitud? De seguro era algo importante. Mucho más valioso que los cuadros, la vajilla, las almohadas de plumas y el resto de tesoros del barco.
Busqué algo contundente. Iba a tirar ese maldito candado como fuera y entraría, y con lo que estuviera tras esas puertas llenaría mi mochila y sería inmensamente rico. ¡Si hasta podría tener mi propio equipo de investigación y buscadores de tesoros!, a lo Indiana Jones. Me veía en medio del desierto desenterrando momias, o en Egipto vaciando sarcófagos, o dilucidando los misterios incomprendidos de la cultura Nazca. ¿Tenía algo de malo querer ser el mejor entre los mejores? Yo creía que no. Y cualquier método era lícito para poder lograrlo. Así que hice uso del mismo fierro con que golpeé al nochero y me acerqué para forzar el candado. ¡Cual no sería mi sorpresa al ver que el candado se pulverizaba sólo con haberlo forzado una vez! Era llegar y entrar. No perdí un segundo más. La empujé. Era tremendamente pesada y chillaba tanto como una familia de mandriles. La emoción me tenía completamente enajenado, ansioso, me temblaban las manos, si parecía un mono al que le hubieran regalado kilos de bananas. Luego de forcejear un poco logré abrir la puerta, y entonces lo que se encontraba celosamente guardado quedó expuesto ante mis ojos...


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