lunes, julio 08, 2013

LICOR ANIMAL, PARTE NUEVE

El sol entraba radiante por la ventana. Miré el reloj de la pared, marcaba las diez y media de la mañana. Me sentía pésimo, no por producto del licor, si no debido a las emociones vividas el día anterior. En un solo día había conocido el cielo y el infierno, la luz y la oscuridad. Había conocido el ying y el yang de ese licor bestial que reposaba cándido en unas botellas comunes y corrientes. Ya conocía el placer que provocaba, pero también su monstruoso efecto secundario. Me levanté tambaleante, como si estuviera ebrio, y me dirigí a la cocina a servirme desayuno. La imagen de Verónica durmiendo borracha sobre el ropero picoteó mi mente como un pájaro carpintero. Mierda...¡Verónica! me había olvidado completamente de ella. ¿Cómo habría amanecido? ¿Estaría bien? No la había escuchado levantarse ni irse, después de que la había bajado del closet y acostado en la cama. Me devolví volando como un águila hasta la pieza. No se encontraban sus cosas: su cartera, sus documentos y su uniforme de trabajo. Di un suspiro aliviado y me tranquilicé. Todo había regresado a la normalidad, al menos en lo que incumbía a ella. 
Me dirigí de nuevo a la cocina, tomé el tarro Nescafé y mi tazón amarillo regalo de mi antiguo trabajo, lo abrí, eché una cucharada llena de café dentro del tazón, puse el hervidor eléctrico, con agua suficiente para una taza y encendí el fuego de la cocina. Quería tostar pan encima del tostador. Me encantaba el olor a pan tostado, me recordaba mi infancia. Creo que nada se podía comparar a la margarina derretida sobre el pan ennegrecido por el fuego acompañado de una tibia taza de Milo con leche mirando el festival de los robots del Pipiripao. El trino del hervidor me sacó de mis remembranzas anunciando que el agua ya estaba hervida. Preparé mi café con tres de azúcar y fui hasta el refrigerador a sacar la margarina y la mermelada de damasco. En la puerta del refrigerador, sujeto con un imán, había un papel con una nota de verónica. Tenía pésima letra, así que tuve que ir por mis lentes para leerla.

Jerónimo

Muchas gracias por haberme bajado del closet, aunque no me acuerdo de cómo pasó ¿cómo fui a dar ahí? Mas tarde hablaremos de eso. Lamento haber quedado tan ebria, es que el trago ese estaba la raja, no puedo usar otra palabra. No importa, hoy me levanté feliz gracias a el buen momento que me causo beberlo, lo malo es que no recuerdo nada de lo que ocurrió. Dejé para ti un bistec frito en el horno de la cocina y unas papas con mayo en el refrigerador. Muchas gracias por todo Jerónimo. Te quiere

Verónica.

Estaba muy feliz de tener una buena relación con mi mujer otra vez, cualquier síntoma de arrepentimiento por haber traído las botellas a la casa se esfumó en forma aparente bajo el halo de una sensación de bienestar exquisita. La nota no terminaba ahí. Seguí leyendo.

PD: saqué una de las botellas, hoy nos reuniremos después del trabajo donde Marta, a celebrar su cumpleaños. Diré que es regalo tuyo. Las chiquillas quedarán felices.

¡Cresta! Si más gente bebía del trago ese sería el fin del mundo. Me desesperé. Corrí a mirar si faltaba una botella. Tenía la esperanza quimérica de que no hubiera sacado ninguna, que en un instante infinitesimal la hubiera olvidado. Pero no. Habían solamente seis, faltaba una de las moradas. Mi corazón palpitaba como el de un colibrí, temblaba, me mordía los labios. ¿En donde viviría la tal Marta? Era mi deber evitar una catástrofe. ¡Pero claro! Lo mejor era ir al supermercado donde trabajaba Verónica y exigirle que me devolviera la botella. No perdí más tiempo elucubrando alguna otra idea. No me terminé ni mi café ni las tostadas y me propagué por el aire para vestirme y salir como caballo desbocado hacia el centro del puerto. Hice parar lo primero que pasó y me subí deseando que el autobús ojalá fuera un avión. El taco en calle Condell, en la plaza Aníbal pinto, me tenía hirviendo de ira. Gruñía como perro rabioso y zapateaba el suelo metálico como gallito de pelea. El maldito taco se extendía hasta Condell con Bellavista, ninguna novedad está demás decir, porque ahí los conductores se quedaban horas enteras esperando la mayor cantidad de pasajeros posible. Y la gente como búfalos en estampida cruzaban por las cuatro esquinas de la intersección de las calles sin mirar a nadie, sin importarles nada de nada. Luego de una eternidad el tipo se dignó a continuar con su recorrido y aceleró como leopardo por la calle Condell, a la sombra de los edificios antiguos, del museo, de las grandes tiendas, de las tiendas de los chinos, de tiendas de cachivaches, del Jota Cruz, del cine Condell. Viró bruscamente por un costado de la plaza Victoria y entró a avenida Pedro Montt, con la catedral a mi izquierda vista como se vería en un cinema antiguo. Me relajé, suspiré. Estaba a dos cuadras del supermercado donde trabajaba Verónica.

Tocando Musica ,

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